lunes, 15 de noviembre de 2010

El orteguismo y su entramado pactista


Algunos observadores del acontecer nacional aseguran que en Nicaragua no sólo existe el pacto de Daniel Ortega con Arnoldo Alemán. Advierten que lo que hay en Nicaragua es todo un entramado pactista, el cual determina la situación presente del país y sus perspectivas de corto y mediano plazo.
Sin duda que el pacto Ortega-Alemán es el principal y el peor, por sus consecuencias desastrosas para la institucionalidad democrática y el Estado de Derecho en Nicaragua. En primer lugar, sólo por el pacto con Alemán fue que Ortega pudo recuperar el Poder Ejecutivo del Estado, con apenas el 38 por ciento de los votos, en las elecciones de 2006. Además gracias a ese pacto Ortega tomó el control del Poder Judicial, del Poder Electoral, de la Contraloría y de todos los resortes de los poderes públicos del país. Y lo que es peor, el pacto con Alemán le ha permitido a Ortega alistarse para una nueva reelección presidencial, aunque se lo prohíba expresamente la Constitución, y además sus portavoces han advertido que el FSLN hará todo lo que haya que hacer y pagará el precio que sea, pero que no volverá a entregar el poder.
De manera que es por culpa del pacto de Arnoldo Alemán con Daniel Ortega que la democracia prácticamente ha desaparecido en Nicaragua, de ella sólo ha quedado el nombre, la ficción, una envoltura sin contenido.
Pero hay que señalar también que de no haber sido por el pacto de Ortega con Alemán, no se hubieran producido los demás pactos tácitos o explícitos que el caudillo del FSLN ha logrado entramar para asegurar su dominio absoluto del país. La verdad es que sólo con el pacto con Alemán, Ortega no hubiera podido controlar también la economía nacional, mediatizar al empresariado privado y neutralizar a la clase media. Para redondear su poder total, Ortega ha debido hacer otros pactos, tácitos o expresos, con sectores claves del empresariado privado, organizaciones sociales, religiosos católicos y evangélicos, incluso con los estamentos militar y policial, a los que ha rascado en sus orígenes sandinistas y revolucionarios para cuadrarlos ante el poder político que supuestamente impulsa una segunda etapa de la revolución, ahora con la máscara de “poder ciudadano solidario, socialista y cristiano”.
Es evidente que en el ámbito de la economía, Daniel Ortega no quiere tropezar con la misma piedra del desastre económico nacional que provocó la revolución sandinista de los años ochenta. Ortega está atento al colapso económico del comunismo en Cuba, donde, para tratar de salvarlo, la cúpula castrista gobernante está poniéndole parches de capitalismo, abriendo un poco la economía pero manteniendo absolutamente cerrado el régimen político.
Ortega también toma nota del desastre económico que está causando Hugo Chávez en Venezuela, con sus anacrónicas políticas anticapitalistas y sus desvaríos ideológicos neocomunistas, a contrapelo del catastrófico fracaso del comunismo castrista en Cuba. Y no quiere, Ortega, volver a andar por ese camino. Demasiado necios y dogmáticos tendrían que ser, él y sus compañeros en el círculo de hierro del poder, si a pesar de las amargas experiencias propias y ajenas se empeñaran en repetir la misma historia de los años ochenta.
De manera que a lo que apunta evidentemente el plan estratégico de Daniel Ortega, es a construir una mezcla de “capitalismo social” con impregnaciones de socialismo, con acompañamiento de políticas sociales, populistas, asistencialistas y prebendarias; un capitalismo de Estado y al mismo tiempo de amigos y cómplices. Para lo cual tiene un valor primordial el pacto o alianza tácita con el empresariado privado, o más bien con un sector de los empresarios, porque a los demás el orteguismo los está asfixiando con múltiples presiones y chantajes. Y hay que reconocer que la estrategia le ha venido funcionando a Daniel Ortega, reportándole grandes beneficios tanto económicos como políticos.
Por supuesto que esa mezcolanza de capitalismo de Estado con capitalismo de amigos y cómplices, conducido por un poder político autoritario y sectario —en una turbia situación en la cual se pierde la frontera entre el sector público y la iniciativa privada—, no puede conducir al desarrollo de una economía abierta, robusta, libre y competitiva. Y mucho menos a que la empresa privada vuelva a ser también productora de libertad, como lo proclamaba en los tiempos cuando no sólo se preocupaba por hacer negocios sino también por defender valores genuinamente democráticos.
Sin embargo el modelo orteguista de “nueva sociedad” autoritaria y corrupta, sostenida en un entramado pactista, no tiene perspectivas en el largo plazo. Inevitablemente tendrá que colapsar como se derrumbó su versión original de los años ochenta.

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